14 de abril de 2009

Alguien durmió bajo el nido del cucú

   El último año de mi escuela primaria, los varones del grado éramos arriados un par de horas por semana a un taller de carpintería, circunstancia que tenía la particularidad de poner de buen humor a todos, menos a mí. El maestro, de apellido Paciencia (!), me entregaba al comienzo de la clase un trozo de madera, que yo le devolvía puntualmente al finalizar, convertido en un muñón informe y de aproximadamente la mitad de su tamaño original. Nunca conseguí dominar la garlopa; al cepillarlo de un lado, invariablemente quedaba chueco del otro y así, en mi afán por dejarlo parejo, acababa por reducirlo a escarbadientes.

   No se necesita mucha perspicacia para adivinar lo inútil que soy para todo lo que implique trabajo manual. El bricolaje no es lo mío. ¿Hay que instalar una sencilla lámpara en la pared? Sudo un largo rato, destornillador en ristre, punta de la lengua asomada a lo Manolito. Cuando creo haber terminado con éxito, la cruda realidad lo desmiente: una arandela o un tornillo olvidados aparecen a un costado y no puedo evitar sentir que se están riendo de mí con cierto descaro. Entre improperios que harían ruborizar a un pirata, desarmo todo, recomienzo y vuelvo -indefectiblemente- a tropezar con la misma piedra.


   En un viaje a la Patagonia, luego de estacionar a orillas del Lago Puelo, advertí que mi auto tenía una goma pinchada. La superficie de tierra blanda dificultaba las cosas. Mi amigo Enzo bajó de su Peugeot, dispuesto a dar una mano. Siguiendo paso a paso las instrucciones del manual, colocamos el gato en el lugar indicado, sacamos la rueda, y la reemplazamos por la auxiliar flamante, sin estrenar. Recién al terminar de ajustar el último bulón, noté el error: habíamos quitado una de las buenas, mientras la averiada se burlaba de nuestra estupidez, en el otro costado.

   Es que es así, no hay nada que hacerle: juntos, nuestras virtudes se potencian; todo lo que tengo yo de inepto, lo tiene Enzo de despistado. Sin llegar a las marcas históricas de Ana, otra amiga (única capaz de conseguir el milagro de dejar un auto herméticamente cerrado, con ella afuera, las llaves adentro y el motor andando), los niveles de despiste de Enzo son igualmente notables. Vaya, si no, como ejemplo, aquella ocasión en que me agasajó con un exquisito dorado al thinner.

   La Rubu, al cabo de tantos años de estar casada con él, algo debe haberse contagiado. Recuerdo que, varios días antes de iniciar aquella travesía al Sur, habíamos acordado con Enzo pernoctar en Neuquén. La Rubu fue comisionada para reservar habitaciones en un motel del Automóvil Club, tal como un amigo en común nos había sugerido. Muy eficiente, ella procedió a abrir una revista del ACA, buscó "Neuquén" en la lista de moteles, llamó y reservó. Cuando, después de haber manejado más de quince horas, llegamos a la ciudad de ese nombre, no vimos un ACA por ningún lado. Hicimos un alto, y Enzo telefoneó al número publicado en la revista. Empalideció hasta los bigotes: nos faltaban todavía más de dos horas largas. ¿Qué había pasado? La Rubu había hecho la reserva en un motel de esa provincia, pero no en la ciudad de Neuquén sino en otra, Piedra del Águila, a doscientos y pico de kilómetros del punto en que estábamos. Recién al regreso nos enteraríamos de que bien podíamos haber hecho noche en Cipolletti, a pocos minutos de allí pero en la provincia vecina.


   Ante este contratiempo, yo me empaqué como una mula. Enzo, con infinita paciencia, me llevó aparte y me estuvo meloneando un buen rato hasta que me convenció de seguir adelante, a pesar del tremendo cansancio. Fue entonces cuando presencié esta escena, que tan acertadamente lo pinta. Caminando como tigre de zoológico de un extremo a otro de su auto, celular en la oreja, Enzo vuelve a llamar al motel, para confirmar la reserva, y el encargado le dice:
   - Bueno, pero yo ya no voy a estar a la hora en que ustedes lleguen, voy a dejar las llaves en la gomería. Dígame, ¿qué auto tiene usted?
   - Un Peugeot - contesta Enzo.
   - Ajá. Un Peugeot, sí, pero... ¿qué modelo?
   - Un... ¿a ver? Ya le digo - atónito, lo veo dirigirse hasta la parte trasera y agacharse a leerlo - Un 405... no, espere, ¡un 504!
   - ...
   Juraría haber escuchado del otro lado de la línea un ¡plop!, como en las historietas de Patoruzú.
Lo de Enzo no tiene atenuantes: hacía varios años que no cambiaba el auto.

   ¿Existirá un castigo divino para los despistados? A veces, he llegado a pensar que sí. Como cuando Enzo me relató, meses más tarde, la experiencia surrealista que vivieron él y la Rubu, de paseo por España.

   Era el apogeo del menemato, y muchos argentinos aprovechaban el dólar barato para cruzar el charco y conocer Europa. Nunca faltaba un amigo que, al enterarse, pedía a los viajeros que pasaran a saludar a algún pariente remoto. Para cumplir con uno de esos encargos, Enzo y la Rubu, a bordo de auto alquilado, decidieron desviarse un poco del itinerario turístico y visitar a los tíos de una amiga rosarina.

   En un lejano rincón de Sevilla, de cuyo nombre no quiero acordarme, hallaron la casa. Los tíos vivían solos; a falta de hijos, malcriaban gatos, comprándoles una sarta de adminículos tales como cunas, mantas, juguetes y hasta una heladerita exclusiva para ellos.

   El dueño de casa ostentaba varios apellidos y antepasados ilustres. Ella, retacona, de pelo negro y ojos azules, había sido gran bailaora de flamenco en sus ya lejanas mocedades, época desde la que cargaba -por cultivar esa afición- con el apodo de "la Meneadora". Debió haber sido muy bella en aquel entonces y, al parecer, le costaba resignarse al olvido: los visitantes notaron, con cierta perplejidad, la inusual profusión de retratos de la mujer en todos los muebles y rincones de la casa.

   El recibimiento fue muy cálido; los atendieron como a reyes, y les sirvieron manjares en bandejas de plata. A Enzo, sin embargo, le costaba tragarlos, porque se sentía cohibido por un retrato, más grande que los demás, colgado en una punta del comedor, desde donde lo observaban fijamente los ojos azules de la Meneadora, que había posado mirando a cámara con una mano sosteniendo el mentón. Enfrente, colgaba uno de esos típicos cuadros con el corazón de Jesús -que era, justamente, el nombre del marido-.

   Entre bocado y bocado, los amables anfitriones les sugirieron que se llegaran hasta la Expo Sevilla, que se estaba desarrollando en esos días. Valía la pena el viaje, insistieron: "Vayan, y nos cuentan todo al regresar". No muy convencidos, nuestros héroes acabaron por ceder. Montaron nuevamente al vehículo, y pusieron proa a aquella ciudad. Deslumbrados por fuegos artificiales nunca vistos, rayos láser iluminando el cielo, y la Plaza de Toros convertida en una postal, tuvieron que darles la razón a los dueños de casa: habían presenciado algo memorable.

   Hasta ahí, todo iba sobre ruedas. Los problemas comenzaron al emprender el regreso, ya de noche. El despiste, entonces, metió la cola: Enzo no advirtió a tiempo la salida correcta de la autopista, y siguió de largo. No es difícil imaginar los implacables rezongos posteriores de la Rubu: "¡Enzo! ¡Siempre el mismo abriboca! ¡Te dije que era ahí donde había que bajar! ¡Vos nunca me escuchás!", etc. Tarde para lamentos. La autopista terminaba en Cádiz, y era una de verdad, no como las argentinas, donde cualquiera puede cruzar a la otra mano, con la única precaución de no llevarse por delante el cartel que -inútilmente- prohíbe hacerlo.
Enzo ni soñó con intentar esta maniobra: un cerco, con cadena gruesa como ancla del Titanic, se lo impedía.

   Recién muchos kilómetros más adelante apareció una salida. Que no significó una solución, sino apenas el comienzo de un larguísimo vía crucis. Rutas desiertas, con escasa señalización, nadie a quien consultar, ni un solo mapa en el auto.

   Como si esto fuera poco, se sumó nuevo contratiempo: el tanque de combustible casi vacío. De tanto errar buscando el rumbo acertado, se encendió la luz roja de advertencia. La adrenalina iba en aumento, no se veía una estación de servicio ni por casualidad. La única que encontraron resultó estar cerrada: el sereno, único ser viviente en leguas a la redonda, les explicó a regañadientes que no se vendía combustible después de la medianoche. Lo que se dice, el colmo de la mala nafta.


   Enzo jura y perjura que terminó orientándose según su instinto que, de alguna manera, le permitía deducir la ubicación de los puntos cardinales. A mí, qué quieren que les diga, aún hoy me cuesta creerle, teniendo en cuenta que ya era noche cerrada. Lo cierto es que llegaron a destino casi al amanecer, con los ojos enrojecidos por lágrimas de impotencia, o tal vez por el reflejo carmesí de la luz del tablero que insistía en avisarles que ya no quedaba una gota en el tanque.

   Dando por descontado que volverían a hora temprana, con tiempo suficiente como para narrar lo que habían visto, los anfitriones no les habían entregado, al partir, copia de la llave; peor aún: los estaban aguardando despiertos y con el ceño fruncido, muy preocupados. No podían creer que hubiesen demorado tanto para recorrer una distancia que a ellos se les antojaba tan ridículamente pequeña como interminable a Enzo y la Rubu quienes, con la cabeza gacha y tartamudeando disculpas, se encaminaron rápidamente a la habitación que les habían reservado para pasar la noche (o, mejor dicho, lo poco que quedaba de ella).

   Sin embargo, conciliar el sueño tampoco iba a resultar tarea sencilla. Las almohadas eran cilindros duros e incómodos. El cuarto, recargado de muebles pesados y oscuros, estaba también atestado de imágenes. En la pared frente a ellos, pendían cuadros con el corazón de Jesús, o con Jesús y la Virgen. Sobre las mesitas de noche y todas las superficies imaginables, más fotos de la Meneadora, siempre sola. Encima de sus cabezas, otro cuadro de Jesús con el corazón en las manos, como cirujano en pleno transplante, iluminado ex profeso por una lamparilla, y que parecía recriminarles desde allá arriba lo desconsiderados que habían sido con gente tan hospitalaria.

   Con los ojos cada vez más abiertos, Enzo entraba a desesperarse. Cuando, vencido ya por el agotamiento, comenzaba a cerrarlos, un estrépito lo sobresaltó. Como sé que tiene el sueño muy liviano (basta un grillo afónico para desvelarlo) llegué a pensar que estaba exagerando. Pero no, no se trataba de un grillo, sino de un pajarillo que se asomaba a la puerta de su nido a gritar la hora: un reloj cucú. Se calló, pero al instante fue imitado por otro pajarraco. Y luego por otro, y otro más. Algunos, al unísono; la mayoría, dos o tres minutos después de haber enmudecido sus predecesores. Un verdadero pandemonio.


   ¿Cuántos relojes había en esa habitación? Decenas, llegó a contar mi amigo al levantarse al rato, perdida toda esperanza de pegar un ojo. Ataron cabos durante el desayuno: el dueño de casa tenía como hobby coleccionar relojes cucú, a los que sincronizaba una sola vez por mes. Como faltaban pocos días para el siguiente ajuste, era natural que, a esa altura del mes, anduvieran bastante desfasados entre sí.

   Con ojeras que le llegaban a los tobillos, Enzo fue a ducharse. Cuando vio que, desde una foto apoyada en una esquina de la bañadera, la Meneadora sonreía en dirección a sus partes pudendas, tomó la decisión. Por recato, se secó dando la espalda a la fotografía. Se vistió, agradeció la generosa hospitalidad, empujó a la Rubu hacia el auto y huyó a toda velocidad al hotel más próximo.