3 de marzo de 2002

Dorado al thinner


   Uno de esos días de la semana pasada en donde la sensación térmica batía récords, me invitó un amigazo rosarino a morfar un pez a la parrilla. No me hice rogar, y allá fui. Noche espectacular, luna llena, en el patio de su casa.

   Carancheando el dorado, que estaba delicioso, yo -que jamás huelo nada- sentía un penetrante olor a pintura, y le pregunté a mi amigo a qué se debía. Es raro, me dijo; había barnizado unos postigones, pero hacía ya varios días,imposible que a esa altura siguieran hediendo.

   Seguimos carancheando, y me olvidé del asunto. Cuando terminamos, al estrujar los diarios con los restos del bicho, fue él quien se avivó: eran los mismos que había usado, días atrás, para limpiar los pinceles; apestaban, todavía, a aguarrás.

   Oportunidades como esta, no abundan en la vida. Juré gastarlo por los siglos de los siglos. Escribo esto al solo efecto de dar por cumplida esa promesa.

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