7 de abril de 2004

El pasaporte

   Ayer fui a renovar el pasaporte. En la vereda de calle Azopardo, una cola de unas cincuenta personas, que se movía más o menos rápido. No parecía mortal.

   Al final de esa cola, un mostrador donde entregan un formulario que ya tiene escrito, con birome, el número con que te van a llamar. Y la indicación: vaya y saque fotocopias del DNI y del pasaporte anterior. Hay que dirigirse, entonces, hasta uno de los kiosquitos estratégicamente ubicados por las cercanías, que vaya a saber qué canon oblarán por prestar este servicio.

   De vuelta al edificio, un enorme salón con muchas butacas, y unos visores anunciando el último número llamado. Lo comparo con el mío: la diferencia entre ambos daba exactamente 267. Como adivinarán, tuve tiempo para hacer esta y muchas otras cuentas más. Doscientos sesenta y siete boludos antes que yo.

   Después de un buen rato, y alarmado porque estos visores no cambiaban, interrogo a mi vecino. Sí, funcionan, me dijo. Al rato, entendí. Llamaban por ráfagas, de a ocho o diez giles en cada ventanilla, hasta completar un lote de cuarenta o cincuenta. Después, unos tres cuartos de hora de visores congelados. Ni Gasalla podría hacerlo mejor.

   Mi turno llegó al cumplir exactamente tres horas desde mi ingreso. Empleada con cara de tujes. La misma que tendría yo, supongo. Revisó mi formulario, lo abrochó junto con las fotocopias, y me despachó a pagar a la última ventanilla.

   Lo primero que hicieron aquí fue volver a separar lo que la otra acababa de abrochar. La eficiencia, ante todo. ¿Cuánto es? Ciento treinta, señor. Sólo en pesos, y en efectivo. Es comprensible, pensé: el trámite es tan barato que obviamente no alcanza a cubrir el costo de dos putas fotocopias.

   Nuevas instrucciones: "aquí a la vuelta, lo van a llamar por su número". Doy la vuelta, y casi me caigo de culo: otro salón, un poco más chico, pero... el mismo paisaje. Más sillas. Más visores. Miro el número. Tierra, tragame: acababa de retroceder ciento veinte casilleros.

   Nueva silla, nueva espera, mismo mecanismo. Esta vez no son ventanillas sino 'boxes'. En cada uno, una PC con cámara digital.  Párese allí, sáquese los anteojos, mire la banderita en la pared, más derecha la cabeza. Por favor: si llegan a ver mi foto en el pasaporte, eviten preguntarme el porqué de la cara de orto digital.

   La tecnología de punta no termina allí: después de la foto, también digitalizan la firma y la huella del pulgar derecho, que hay que apoyar sobre un vidrio. Maravillado ante tamaño despliegue, pensé: por fin han desechado el método prehistórico de ensuciar los dedos con esa tinta infame. Error: no bien termina su tarea, la fotógrafa descerraja un "Pase por esa puerta, al fondo a la izquierda le toman las impresiones".


   No lo podía creer. Un pasillo laaargo, ya sin números, mera fila india. Unas sesenta personas. Al final del pasillo, a tocar el pianito, mano derecha, mano izquierda, mano derecha, mano izquierda. Después, a lavarse las manos en la mugrosa pileta, y ... por fin la libertad.

   Salgo, y miro el reloj: exactamente cuatro horas y media. La misma sensación de impotencia de tantas otras veces. El increíble Hulk, Día de Furia. Seguramente, los hijos de mil putas que tendrían que encargarse de controlar y corregir este sistema de mierda, jamás hacen esta amansadora, directamente desconocen el problema. Cuando les toca, mandan a su secretaria o hacen una llamadita, y listo el pollo.

   Maldición argentina: al enemigo que más odies, deséale con toda tu alma que tenga el pasaporte vencido.