10 de octubre de 2003

Claxon

   Anoche, me despertaron unos bocinazos. Parecían provenir de la otra cuadra, o de la calle transversal. Abrí un ojo, miré el reloj: las cinco y cuarenta y uno.

   Es interesante pensar cómo el oído se ha ido adaptando, por la fuerza de la costumbre. Ya nadie se despierta por los bocinazos rítmicos de una alarma. Estos, en cambio, a pesar de ser igualmente estridentes y molestos, eran producidos por alguien que, a toda costa, quería llamar la atención. Bip. Bip bip bip. Bip. Pausa de unos segundos, y vuelta al ataque.


   Yo, que por no usarla jamás, ni siquiera sé qué sonido tiene la bocina de mi auto, siento una especial aversión por esos salames que, por pura comodidad, en vez de bajarse a tocar el timbre de la persona que pasan a buscar, se quedan sentados al volante y la llaman a puro bocinazo. Pero... no podía ser este el caso. Nadie, por más enfermo que esté, se pondría a hacer eso a esa hora. ¿Nadie?

   Pasaban los minutos, empecé a dudar, mientras masticaba otras posibles hipótesis que explicaran el fenómeno. Dentro mío, se producía una especie de división: una parte de mi yo procuraba minimizar el estrépito, ignorarlo, de modo de continuar con el sueño interrumpido. Por otro lado, mi sangre calabresa pugnaba por salir a flote, y me imaginaba saliendo en busca del infeliz, y rompiéndole el parabrisas con un ladrillo, sin siquiera molestarme en averiguar la causa de su desvarío.

   Cada tanto, se producía una pausa de unos segundos, que me hacía pensar -ingenuo de mí- que el tarado había conseguido despertar a quien quería. Poco después, la realidad se imponía nuevamente. Es increíble la diferencia de percepción que hay entre un mismo sonido, que al mediodía pasaría completamente inadvertido, pero que a esa hora retumba y resuena y rebota en las paredes de todos los edificios y parece no terminar nunca.

   La siguiente hipótesis que acudió a mi mente, imaginaba al energúmeno queriendo sacar su auto sin poder hacerlo, porque algún otro granuja, por ejemplo, había dejado su vehículo frenado. Es comprensible, decía mi 'yo bueno': cualquiera se enfurece en un caso así. Sí, pero... ¿al extremo de despertar a una manzana entera? Hay que ser hijo de mil... Las cinco y cuarenta y nueve.

   Cuando ya la tanada estaba a punto de hacer eclosión, se me ocurrió pensar en una explicación un poco más tortuosa: me imaginaba al repodrido gusano víctima de un ataque de algo, sin poder moverse, e intentando desesperadamente llamar la atención de alguien que fuera a auxiliarlo. No sé por qué, el pensar esto consiguió un efecto mágico; es más, cuando finalmente el estrépito llegó a su fin, sentí una perversa alegría interior. La agonía del hijo de puta había concluido, luego de interminables dieciséis minutos.

No hay comentarios.: