25 de mayo de 2001

Timpanicidio


   Ya a principios del 2001, el Fer empezó a tomar contacto con un amigo de Guido, también llamado Fernando, guitarrista pelilargo de una banda de rock. De esos que, cuando agarran la viola, meten muchos dedos a mucha velocidad, un virtuoso el hombre. Al parecer, el Fer ofició de técnico para la grabación de algunos temas de esta banda. Y, tiempo después, le escuché comentar a Guido algo acerca de que habían abandonado la estructura de rock 'tradicional', y estaban a la búsqueda de nuevos sonidos.

   La cosa es que, a principios de mayo, me llegó el invite a la presentación de un grupo en el que ambos Fernandos participaban. Yo no sabía muy bien de qué se trataba, ni si era exactamente la misma banda, pero deduje que era una mezcla de rock tradicional con algo de música electrónica. Ingenuo de mí: estos errores se pagan muy caro.

   La cita era en una vieja casona de Palermo viejo, un sábado a la una de la mañana. Estuve haciendo tiempo, y conseguí aguantar despierto hasta esa hora. Era una gélida noche otoñal, la sensación térmica marcaba un par de grados bajo cero, y allá me fui en bondi, echando humito por la boca.

   Llegué una y diez, más o menos. Una casa vieja tipo chorizo; a la izquierda, varias piezas unidas entre sí por una puerta; a la derecha, el típico patio, aunque sin parra, y una especie de jardincito en el frente, en donde una señorita interceptaba a los incautos, detrás de una especie de mostradorcito. Le pregunté, muy amablemente, si allí se iba a presentar "un grupo de música electrónica" (el nombre, si lo tenían, yo lo ignoraba). La chica me miró de soslayo, y me corrigió: "música experimental". Tragué saliva, me hice el canchero, "sí, sí, eso", y pagué los cinco mangos de la entrada.

   Mientras me refregaba las manos congeladas, rumbeé para la primera puerta que encontré, donde supuse se desarrollaría el evento. La chica me atajó: "están un poco demorados, va a empezar a la una y media más o menos, tiene que esperar aquí afuera". "¿Aquí afuera?" - la miré pensando que me estaba tomando el pelo: 'Aquí afuera' era el patio. Patio descubierto, por si no ha quedado claro. Con algunas mesitas y sillas, de esas de plástico y con el logo de alguna cerveza, ideales para una noche de verano. Pero... no para esa, precisamente. La niña me miró compasivamente, y señaló con su mirada a un par de locos que sí estaban sentados, como diciéndome "los jóvenes se la bancan sin problemas, pedazo de carcamán", y se volvió a su kioskito en la entrada.

   Por supuesto, no me senté. Estuve caminando como león enjaulado, tratando de que lo poco que me quedaba de sangre caliente siguiera circulando por el cuerpo. Al rato, cayeron algunos amigos del mocoso, y una eternidad después nos hicieron pasar al 'teatro'.

   Típica habitación de casa chorizo: piso de madera, techo alto. En la mitad que daba hacia la calle, algunas sillitas de plástico. La otra mitad, toda cruzada con esas cintas rojiblancas que usa la cana para vallar el lugar de un crimen. Debí haberme avivado, en ese momento: era ESO lo que estaba por ocurrir. Cintas rojiblancas, decía, en el piso, colgando, y cruzando los objetos colocados allí: un televisor a cada costado, y en el medio un gran bafle coronado con una PC y varias cajitas llenas de botones.

   Al rato, ingresan los vándalos. Los cuatro de traje, y en la frente de cada uno, una vincha hecha con esas mismas cintas. Tres de ellos se sientan en el suelo, y el Fer toma posición donde estaba la PC y los botoncitos aledaños.

   A partir de allí, los cuatro delincuentes se dedicaron, durante exactos cincuenta y cinco minutos de reloj, a hacer ruido. Cuando digo ruido, quiero decir ruido. Eran cuatro autistas, cada uno con su chiche, tratando de hacer un ruido diferente, a cual más horrible y siniestro. No, sonido no: ruido, dije. No había melodía ni ritmo. No había música. Era ruido, en su estado más puro. Nunca el tiempo me pareció más eterno, nunca antes rogué que Edesur se mandara un apagón intempestivo.

   Acostumbrado como estoy a no pijotear con el volumen, admito que estuve los 55 minutos con un dedo en cada oreja. A pesar de esta mínima protección, mucho más tarde, cuando me acostaba ya a salvo en mi cucha, seguía sintiendo todavía (nunca en mi vida me había pasado) una especie de siseo o zumbido.

   Uno de los autistas de la izquierda, el otro Fernando, había cambiado la viola por uno de los televisores, donde se entretenía en proyectar pedazos de videos, a los que hacía avanzar y retroceder, regodeándose especialmente con un dibujo animado cuyo protagonista era un chanchito. El de la derecha hacía algo parecido, con un televisor más chico, pero en vez de video hacía zapping, y la mayor parte del tiempo veíamos fragmentos entrecortados de películas viejas del canal Volver, especialmente aquella en donde actuaban Susana Giménez y Monzón.

   El sonido de los televisores era amplificado, distorsionado, corrompido vaya a saber cómo. Cada tanto, el Fer apretaba algún botoncito, o movía ligeramente el mouse, y el bafle del medio parecía remontar vuelo, con un braaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaammmmmmmm que atronaba el recinto, y parecía correr las sillas de lugar. Por último, el cuarto delincuente, también sentadito tranquilo en el piso, se entretenía en acercar un micrófono a un equipito de guitarra, para hacerlo acoplar (!). Lo acercaba y lo alejaba, pareciendo divertirle cómo el ulular iba haciéndose más grave o más agudo. Cuando se cansaba de eso, agarraba una radio a transistores, giraba el dial a lo loco, y le acercaba el micrófono. En una de esas, enganchó una radio donde justo pasaban "Oh, darling", y la dejó quieta unos quince segundos. Suspiré, enternecido: fueron los únicos quince segundos de música de toda la 'performance'.


   Yo escuchaba eso y pensaba: "lo único que falta es que alguno agarre un pizarrón y lo raspe con una tiza, o le clave las uñas, eso que en la secundaria nos hacía rechinar los dientes". Pero, al mismo tiempo, trataba de borrar ese pensamiento, no fuera cosa de que alguno de estos cuatro mequetrefes me lo adivinara y pusiera manos a la obra.

   Guido y sus amigos estuvieron más astutos que yo, llegaron cuando la cosa ya había empezado. Tal vez estaban al tanto de lo que se venía. Al cumplirse los 55 minutos, los cuatro sádicos se miraron, largaron los instrumentos de tortura, y dijeron "bueno, ya está". Me levanté semi aturdido, saludé a los o dos o tres que se me cruzaron con una sonrisa nerviosa, y huí hacia la calle.

   Mucho después, me enteraría de que el objetivo de esta 'performance' era echar una mirada crítica sobre los "medios de comunicación". Para la próxima, estaré más atento: iré sólo si se trata de sacar mano a diarios o revistas...