8 de febrero de 2002

El tiempo de Don Aníbal

   Quienes conocen a don Aníbal Graziola saben bien que, vaya a saber si por su pasado de maquinista o por simple predisposición genética, vive obsesionado con todo lo que sea tiempo y puntualidad. A excepción del baño, cada ambiente de su casa cuenta con uno o más relojes, todos ellos marchando acompasados en la más perfecta sincronía.

   El rey de la casa es, sin lugar a dudas, el ejemplar heredado de su padre que ocupa una de las paredes del living y que marca las horas con sonoras campanadas, a las que se suma una más -la 'media'- cada treinta minutos.


   La escena es en la cocina, anteayer, ocho de la mañana. Yo, con los ojos casi cerrados todavía, vigilando que no se hirviera el agua de la pava, escucho que en el living suena una campanada. Una sola. ¿Una sola? Casi automáticamente, levanto la vista hacia uno de los relojes de la cocina: son las ocho en punto.

   Justo en ese momento, entra don Aníbal, y se me ocurre decir la frase fatal: "El reloj de las campanadas, no anda bien, ¿no?". Para qué. Debe haber sido como si le clavara un cuchillo, y le revolviera las tripas. "No", dijo como al desgano, "tengo que llevarlo al relojero, hace varios días que viene fallando". Y ahí nomás me explica: quién sabe por qué, en algún momento del día el mecanismo se desfasa, y siendo, por ejemplo, las tres y media, toca cuatro campanadas, y una sola a las cuatro en punto. Las campanas pasan entonces a estar 'adelantadas' media hora al tiempo real.

   Decir esto, e imaginármelo sufriendo, en su cama, cada noche, intentando corregir el desfase sonoro, fue casi instantáneo. Pero lo mejor estaba por venir. Fue algo tan inesperado y único para mí, que me conmovió, y me llevó a escribir esto para documentarlo, aunque reconozco que no es lo mismo contarlo que haber estado allí como testigo presencial.

   Ocho y cinco, no más. Yo ya estaba tomando mi primer mate cuando veo que don Aníbal se dirige resuelto hacia el insurrecto, abre la tapa de vidrio, y empieza a mover la aguja del minutero hacia abajo, forzando las ocho y media. Era como presenciar un viaje en el tiempo. Esperó a que sonaran las nueve campanadas, giró otra media vuelta el minutero, esperó la campanada siguiente, luego otra media vuelta, las diez campanadas, y otra más y otra más.

   Y yo ahí, sintiendo el agua tibia del mate pasar por mi garganta, mirando absorto la desigual lucha de este hombre contra el tiempo, mientras escuchaba los bufidos de la abuela, que lo cagaba a pedos por ponerse "otra vez" a hacer "eso" a "esa hora", con el riesgo -bastante probable, lo admito- de "despertar a todo el vecindario".

   Pero el hombre no escuchaba. No paró hasta dar la vuelta completa. El tiempo había sido nuevamente disciplinado. Las cosas estaban otra vez en su lugar correcto.