21 de agosto de 2007

Tijuana

   - ¿¿¿Adónde??? - a medida que iba saliendo de mi garganta, trataba inútilmente de convertir el chillido de cuervo inicial, en algo un poco menos destemplado.
   - A Tijuana.
   
   Inaudito. Los hijos de mis amigos, cuando deciden buscar nuevos horizontes, eligen Barcelona, Londres... a lo sumo, en un alarde de sofisticación, cambian Londres por Dublín, no más que eso.
   - Pero, ¿Tijuana? ¿Por qué Tijuana?
   
   Improvisó una explicación, que no me convenció ni a palos. Quiero decir: no es que sus motivos no fueran válidos, sino que mis preferencias no se modificaron un milímetro. Si yo tuviera que elegir, teniendo sus 25 pirulos, tal vez dudaría entre París o Ámsterdam. Ni se me ocurriría rumbear hacia el norte.
   
   Tijuana, ¿Tijuana?. Yo me estrujaba la croqueta. ¿Dónde quedará eso? Analfabeto total en geografía, sólo conseguía asociarla con un bigotudo durmiendo a la sombra de su sombrero, o con balas haciendo ruido al perforar un cactus gigante, o con un viejo convertible rojo, tal como acostumbrábamos ver en las viejas series en blanco y negro, donde sabíamos que eso era rojo.
   
   En fin: la decisión estaba tomada.
   
   Y allá partió el quía, ayer al mediodía, los ojos saliéndose de las órbitas a causa del peso desmesurado de una mochila más grande que él mismo. Al margen: no quiero desautorizar a los meteorólogos, pero temo que lo que falsamente confundieron con un huracán que se estaba dirigiendo a México, no era otra cosa que el avión de Aerolíneas transportando al que te jedi.
   
   ¡Tiemblen, tijuanenses! La tranquilidad de las siestas ya es cosa del pasado...

13 de marzo de 2007

Textuales II

   DISLEXIS. En Rosario, hace una pila de años. Un poco antes, yo había completado la compra en cuotas (al Círculo de Lectores, para los jovatos memoriosos), de una costosa enciclopedia: la Lexis 22. En mi casa, de visita, un brillante profesional; alguien, como se dice, de mucha cultura. Lo sorprendo perplejo, rascándose la cabeza, la mirada yendo y viniendo entre los 22 tomos encuadernados en color borravino, que se alineaban prolijamente en un estante.
   - Che, qué raro es esto -exclama, al rato- : "A-Ameo, Amer-Avem, Aven-Buca...", ¿qué son? ¿autores árabes?

   DENSITOMETRÍA. También en Rosario, no hace tanto. Acostumbro encargar aceite de oliva a un productor amigo que lo envía, por encomienda, desde San Juan. Esa vez -vaya uno a saber si porque carecían de las etiquetas adecuadas, o por simple error-, los envases de PVC de un litro habían llegado con las etiquetas correspondientes a los bidones de cinco. Una de estas botellas, con la leyenda "contenido neto: 5 litros", llamó la atención de otra amiga, -una dama, esta vez-, también brillante, de inteligencia netamente superior a la media. Se arrepintió apenas terminó de formular la pregunta, pero... ya era tarde:
   - ¿Será por la densidad del aceite que en ese envase tan chico entran cinco litros?

   DESPISTE. En Malargüe, este verano. Al final de un dificultoso camino de 4 Km. de ripio, unos amigos llegan a un criadero de truchas con restorán incluido en el que -salvo el postre, supongo-, todo lo demás está hecho con ese pescado: empanada de trucha, trucha con papas, paté de trucha, trucha ahumada, etc. Al rato, escuchan a una señora que, no bien entra, interroga a viva voz: "¿Tienen chivitos?

   SELF-DELIVERY. En Funes, hace pocos días. Mi sobrino llama a un bar de moda para encargar comida:
   - Charly Beach, buenas noches.
   - Hola. ¿Hacen envíos a domicilio?
   - Sí, pero solamente si lo venís a buscar.
   - P... pero... ¿cómo? ¿no envían a domicilio?
   - Sí, sí, pero lo tenés que venir a buscar.
   - ...

1 de marzo de 2007

Martes 13

   Volvíamos, ya de noche, de un paseo por Barra da Lagoa. Buscando lanchonete donde aplacar el bagre, veo bajar al mínimo el indicador de combustible, y decido -prudencia excesiva- llenar tanque antes de seguir.

   Entro a una Ipiranga, y enfilo hacia surtidor con dos mangueras, una de ellas con la 'D' de Diesel. Habiendo cargado otras veces, ya sabía que en Brasil había dos clases de gasoil. Por eso, cuando el ñato me pregunta "¿adichivada?", contesto mecánicamente que sí. Sin prestar mucha atención, obedezco las instrucciones de cambiarme al último surtidor, y me bajo a estirar las gambas y a pensar en el sanguche que me iba a bajar no bien terminado este trámite.

   A los pocos segundos, se me ocurre levantar la vista. ¡Para qué! El estómago se me hizo nudo: el cartel superior indicaba una 'G' de gasolina. En argentino: nafta. Temblando, freno al ñato, y le señalo la tapa del tanque donde se lee 'DIESEL', con letras fosforescentes como placa de Crónica TV. El tipo corta el chorro, y me dedica su mejor cara de orto: "¡Mas você dito aditivada!". Encima, enojado. "Claro", pensé después, "y si te pedía caipirinha, caipirinha le echabas".


   Mientras el tipo se aleja, puteando a los gritos, intento comprender lo sucedido. Al parecer, justo caímos en una estación con un solo tipo de gasoil, que compartía el primer surtidor con una manguera de nafta común. Obviamente, el simpático hombrecillo asumió que era nafta lo que yo buscaba, y de ahí su pregunta. Que, ya hilando fino, por diesel, debió haber sido en masculino: ¿aditivado? Combinación explosiva: papamoscas argentino y gallego brasileño. Aunque, en realidad, creo que la explicación es mucho más banal: era martes 13.

   Para colmo, el surtidor era de los rápidos: en esos pocos segundos, el tanque había engullido más de doce litros. Al rato, el quía reaparece con un bidón, un pedazo de manguera y un tramontina de 30 cm. de hoja. "¿Para qué el cuchillo?", le susurro a mi hijo, que intenta (sin éxito) tranquilizarme: "Debe ser para cortar la manguera".

   Siempre carajeando y bufando, el adichivado se prende a chupar el caño de plástico: nada, ni una gota. Empujamos el auto hasta una fosa y, ahí sí, desde allá abajo, consigue sacar... quince litros. Ni uno más. Caramba, caramba: la cuenta no daba. Me fijo en el indicador: estaba como cuando entramos. Habría entre ocho y diez litros de mezcla espuria.

   Sin escuchar mis objeciones, el tipo guarda los implementos, saca el auto de la fosa y me mira con cara de lavarse las manos, como diciendo: "ya hice todo lo que pude". Entre él y otro dedican un buen rato a intentar convencerme de que, llenando el tanque ahora, el auto iba a andar bien, que lo que restaba era una nimiedad, que no pasaba nada, que me quedara tranquilo.

   Al ver que estaban muy lejos de lograr su objetivo, hablan con alguien más, que menciona una alternativa: dejar el auto allí para que, a la mañana siguiente, el tanque fuera vaciado por el encargado de los cambios de aceite (ellos estaban seguros de que el fulano sabría cómo hacerlo).

   Eran ya cerca de las once de la noche, y nos encontrábamos a unos veinte kilómetros de nuestra casa. Había que tomar una decisión. O bien nos entregábamos, dejando el auto a gente desconocida, con el riesgo de que por la mañana otro gallego inadvertido lo pusiera en marcha haciendo mierda el motor; o, en cambio, cruzábamos los dedos, nos arriesgábamos a llenar el tanque, e intentábamos seguir viaje.

   A todo esto, y desde hacía un buen rato, había aparecido en escena un nuevo personaje. Alto, rubio, bronceado, sonriente, dicharachero, playboy de medio pelo, celular en una mano, botellita de Skol en la otra. Se presenta -Giancarlo-, nos pregunta el nombre a todos y cada uno, se mete en las conversaciones, intenta -¡él también!- tranquilizarnos, y me interrumpe en forma muy molesta cada vez que pretendo hablar con los playeros. Al principio, le di bola, confundiéndolo -en mi aturdimiento - con el dueño de la estación. Después, me avivé: no era más que un simple habitué, un mamao alegre, al pedo, aburrido, sin nada mejor que hacer. A cada interrupción, le hacía gestos de que la cortara, pero sólo se hacía a un lado por unos segundos, para volver al ataque como tábano en celo.

   Si tomar la decisión era, de por sí, difícil, la presencia de este chanta la complicó aún más. Era como si Satanás lo hubiese enviado a embarrar la cancha. "Seu Lucas, Seu Lucas", llamaba insistente, y cuando conseguía arrastrarme a un costado, murmuraba cómplice: "hable conmigo, no hable con esa gente, son unos ignorantes". De a ratos decía blanco, de a ratos negro. Terminó sumándose al coro de los "quédese tranquilo, no va a pasar nada, llene el tanque". Yo me limitaba a mirarlo, con ojos vidriosos.

   Cercano a los ochenta de presión, se me ocurre pedir consejo al amigazo Raúl, mi mecánico de cabecera. ¡Ja! Como si fuera fácil hablar a Rosario. Compro una tarjeta y cruzo la ruta, sólo para descubrir que los dos teléfonos públicos que había no aceptaban llamadas internacionales. Por suerte, mi hijo Carlos conservaba la calma y me sugiere manguear el aparato del negocio. Consigo comunicarme. Mi gurú fue terminante: "¡Ni se te ocurra! Que le saquen hasta la última gota".

   Decidido. Entrego la llave, santiguándome, a la encargada de la caja, repitiéndole apenas unas quince veces que, por favor, nadie ligara el motor.

   Resuelto esto, sólo había que cruzar la ruta y juntar paciencia para esperar el bondi que nos llevara de regreso. Por supuesto, allí estaba el Giancarlo para impedirlo. Ya sentado al volante de su 206, había abierto todas las puertas, invitándonos amigablemente a subir. La vacilación de la tropa era evidente, y muy justificada. Yo, en cambio, no dudé demasiado. Puro pragmatismo: ya que rompió las bolas hasta ahora, que al menos sirva para algo.

   No bien arrancamos, me arrepentí, al verlo doblar por un camino lateral. Tragué saliva. Resignación. ¿Qué más nos puede pasar este puto martes 13? Falsa alarma: el desvío era sólo para mostrarnos su posada, a la entrada de Campeche (vaya uno a saber si era el dueño, como afirmaba, o mero ayudante de cocina).

   Al toque, pregunta: "¿Molesta si fumo?". "Sí, por supuesto" (los que me conocen saben que no estoy jodiendo). "Ja, ja". Se ríe, el muy hijodemil, y enciende dos al hilo.

   La hago corta: no paró de hablar un segundo. Veinte kilómetros, una mano al volante, la otra en la botellita de Skol, monologando en portuñol, inglés y algo lejanamente parecido al italiano. Que había estado en Australia; que el padre era un "industrial" que vivía en Buenos Aires; que el abuelo era italiano, y dos millones de pelotudeces más. A Carlos lo rebautizó: "Eh, Marco, Marco, ¿te gusta Maná?". A mí me daba palmadas (pocas cosas me enervan tanto), repitiendo jovial "Calma, Seu Lucas, calma".

   Por toda respuesta, yo mantenía mi cara de póquer, vista al frente, intentando infructuosamente recordar alguna técnica de control mental que alejara de mi mente los pensamientos asesinos que pugnaban por salir a flote.

   El fierita no se daba por vencido. "¿Les gusta la carne? El sábado, los invito a todos a un asado. Vengan a mi posada, van a ver la carne que consigo. No tienen que traer nada. En serio". Ya antes, había garabateado en un papel su nombre y número de celulardo.

   Cuando llegamos (al punto que yo, estratégicamente, le había indicado, lo suficientemente lejos de la casa como para evitar tropezar dos veces con el mismo adoquín), saluda afectuosamente a todos, y muestra la hilacha: "Bueno, ahora, diez reais para gasolina". Al notar mi ineludible sonrisa, grita desde adentro: "¡Es verdad, es verdad! Bueno... cinco". Saqué un billete de cinco, se lo alcancé, y lo miré alejarse. Mi suspiro debe haberse escuchado hasta en San Pablo.


   Al día siguiente, todos mis temores con respecto a la Ipiranga resultaron infundados. El dueño en persona me atendió, y me llevó hasta el auto, ya perfectamente limpio.

   Con el Giancarlo, sin embargo, temo hayamos sido un poco descorteses. Si alguien lee esto y pasa por la "Pousada Del Mare" (SIC), en Campeche, que haga el favor de avisarle a este buen hombre que no vamos a poder ir a su asado. Que no nos espere. En serio: "¡es verdad, es verdad...!".