7 de octubre de 2010

¿Quién me lo quita?


   Mi nieto Lorenzo estaba por cumplir su primer año. Faltaba apenas una semana para emprender el ansiado viaje hacia México y yo, iluso, creía tener todo bajo control. Pero no, estaba escrito, algo debía fallar: mis plantillas. Como si obedecieran a un designio misterioso, a una fecha de caducidad impostergable, de un día para el otro, dejaron de surtir efecto. Llegué a Guadalajara caminando como pingüino con resaca. Andaba unas pocas cuadras y debía sentarme un largo rato, dolorido desde el culo hasta el caracú.

   Debí tomarlo como un aviso: ¿con cuántas piedras más habría de tropezar? ¿Qué otras sorpresas me depararía Guadalajara?.

   El transporte colectivo de esa ciudad está a cargo de unas carrindangas que los mexicanos, muy acertadamente, llaman camiones, y a las que por decoro y prudencia se negaría a subir un Aberdeen Angus rumbo al matadero. Sus conductores las disparan a velocidad suicida, una mano en el celular y la otra en un cigarrillo. Eso sí: a sus espaldas, una infaltable imagen religiosa invita a los resignados pasajeros a confiar en la divina providencia para llegar a destino. Algo así como "no diga que no le avisamos".

   La puesta del sol empeora las cosas: poco después de las nueve de la noche, los camiones desaparecen por completo. Los taxis no abundan; los pocos que hay, como bien diría el amigo Murphy, suelen encontrarse en cualquier lugar, menos donde uno los está esperando.

   Los mexicanos hablan un idioma muy parecido al nuestro, pero hay diferencias que a veces dificultan el mutuo entendimiento. Emplean verbos, como aventar y platicar, que no existen en nuestro vocabulario, y cambian el sentido de otras palabras (coraje, llanta); estufa es una cocina, banqueta la vereda, cachucha una gorra, y cajeta el dulce de leche.

   El agua que sale de las canillas no es potable. Nadie me supo explicar a ciencia cierta por qué, pero uno debe resignarse a depender de la compra de esos odiosos bidones ("garrafones"). Otro detalle que llamó mi atención fue el termostato corporal de los tapatíos. Con casi 30 grados a la sombra, veía algunos con mangas largas, incluso de lana. Cuando la temperatura bajaba un poco (digamos, a 22 grados), salían a relucir gorros y bufandas. Ver eso me hacía traspirar más aún.

   Llovió casi todos los días en que estuve allí. Algunas tormentas, muy fuertes, en pocos minutos dejaban las calles tan inundadas como las de nuestra Villa Crespo.

   Así las cosas, volvía de mis paseos al departamento de mi hijo, cansado, a veces empapado, casi siempre dolorido. Un colchón en el suelo servía para que mi osamenta reposara. Lo que no siempre era fácil, y no por culpa del colchón, sino de dos simpáticos canes. Uno de ellos, el beagle con que compartíamos techo, más bueno que el pan, se convertía en un energúmeno tembloroso al primer refucilo. Mi sueño fue interrumpido más de una vez por el zapateo enloquecido con que castigaba a la puerta balcón, buscando aterrorizado que lo rescataran de las garras de la tormenta de turno.

   El otro pichicho, a quien gustoso habría convertido en hot-dog, pertenecía a la vecina de la planta baja, quien -nada egoísta- lo dejaba suelto en un patio interno, para que molestara a todo el edificio. No conseguí memorizar el nombre de la raza de ese monstruo, pero doy fe de que su misión en la vida se resume en tres mandamientos: ladrar, ladrar y ladrar; a las moscas, a una sombra, a lo que mierda sea.

   Una de las cosas que solemos añorar los argentinos al salir del país, es el bidet. Como era previsible, el baño que me tocó en suerte carecía de este artefacto. Pero lo más curioso de este WC era que tampoco tenía puerta, lo que obligaba a ciertas peripecias a la hora de sacarse de encima los lonches devorados el día anterior.

   Que la convivencia es un arte difícil, no hace falta aclararlo. Arte que se complica mucho más cuando el anfitrión que nos toca en suerte se revela un maniático del orden y la limpieza. Y que encima resulta ser el mismísimo hijo de uno, que ha adoptado esas obsesiones ahora, en la adultez.

   Porque, demás está aclararlo, todo el que lo conoció en su tierna adolescencia, recordará que ninguna de esas dos cualidades -orden y limpieza-, estaba incluida en el catálogo de los hábitos del Fer. Incursionar en su habitación estaba reservado a espíritus muy valientes. Más de uno tendrá presente la anécdota, que he contado hasta el cansancio: en cierta ocasión, buscando algo (tal vez un CD, de esos que hacía desaparecer con más facilidad que David Copperfield), tuve la mala ocurrencia de abrir un cajón. ¡Para qué! Retrocedí de un salto: en su interior, desde un plato, me apuntaba un tenedor, clavado en ángulo de 45 grados sobre un mazacote de fideos añejos, ya acartonados.

   Pero la gente cambia, amigos. Si el gordo Porcel fue capaz de dejar la farándula y abrazar el evangelio, ¿por qué no puede mi hijo ser ahora alguien diferente, eh? Basta oír su voz para darse cuenta de que es otro. Desaparecida su tonada rosarina, uno cierra los ojos y cree estar escuchando a Ron Damón...

   Exagerado como todo converso, su obsesión por el orden y la limpieza impresionan como sobreactuadas. Cuando llegó su hermano Carlos, que se recorrió media América a pie, para poder conocer a su sobrino, lo recibió frunciendo la nariz, con este saludo: "Mmm... qué olor a latinoamericano que tenés..." (SIC).

   A mí me tuvo bastante paciencia, pero un día no aguantó más y me sacó tarjeta amarilla por el tratamiento desquiciado que, según él, le propinaba yo a su heladera. Me acusó de atiborrar su "refri" de provisiones sin orden ni concierto, omitiendo el sagrado deber de controlar diariamente el estado de salud de zanahorias y zapallitos. Dejar en su interior una lata de arvejas ("chícharos") por la mitad, resultó ser algo tan peligroso como un cultivo de ántrax. Por supuesto, en aras de la convivencia, decidí unilateralmente convertir en roja esa tarjeta amarilla y, de ahí en más, me abstuve de abrir siquiera la puerta de tan delicado artefacto.

   Es que el Fer parece haber descubierto, recién ahora, que su padre es una cruza nefasta de Mr. Bean y Homero Simpson. Ha de ser por eso que me dirigía esas miradas recelosas cada vez que yo cargaba en brazos a su pequeño. Miradas de desconfianza que, no alcancé a descular bien, se debían al temor de que se me cayera, le diera un biberón con cerveza o me lo dejara olvidado en el súper.

   La cosa es que, como imaginarán, como es lógico, terminé haciendo caso omiso a todas las piedras del camino. Dolorido el esqueleto, zarandeado por los camiones, hecho sopa por los aguaceros, conteniéndome para no convertir en salchicha a ambos canes, absteniéndome de abrir la heladera, haciendo piruetas para ir a un baño sin puerta, confundido por el doble sentido de algunas palabras, mis tripas bailando al compás de chipotles y jalapeños... ¿iba acaso a permitir que estas pelotudeces me arruinaran la fiesta? ¡Jamás!

   Lo principal, lo único que importa, es que estuve un mes pegado a mi nieto Lorenzo, carne y uña, culo y camisa, gateando con él, cargándolo sobre los hombros. Malcriándolo, bah. O, como dirían allá: "chiquéandolo".

   ¡Misión cumplida! ¿Quién me quita lo nietado?