4 de marzo de 2002

El cordero patagónico

   Después del delicioso dorado al thinner, que he tenido el privilegio de caranchear en Rosario días atrás, la experiencia gastronómica más destacable del mes pasado ha sido, sin duda alguna, la inolvidable "Fiesta del Cordero Patagónico" de Las Grutas.

   Un poco más al sur de Viedma, y a orillas del Atlántico, se encuentra este paraíso que lamento no haber conocido antes, y que sorprende gratamente al turista por ciertas curiosidades naturales -como la calidez de sus aguas y la amplitud de sus mareas-, y algunas otras aportadas por los lugareños, tales como el cartel del negocio que, frente a nuestra cabaña, anunciaba: "Churros Monic - de origen holandés" (SIC).

   Un sábado de febrero, las calles del pueblo fueron recorridas incansablemente por un camioncito cuyos altavoces invitaban a concurrir, esa misma noche, al "Polideportivo de Las Grutas". Por sólo seis pesos, bebida incluida, podríamos participar de "La Gran Fiesta Del Cordero Patagónico, a total beneficio de entidades de bien público". La cita era a las 21.30, y el pregón incluía la sugerencia de "llevar cubiertos".

   La decisión de concurrir al evento fue casi instantánea. ¿Quién podría resistirse a probar este manjar, hecho por quienes realmente saben hacerlo? Uno jamás conseguiría, por más voluntad que ponga, sacar de la parrilla algo remotamente parecido. Además, de faltar a esta cita, ¿cómo podría uno, al día siguiente, mirar a los ojos a los grutenses? ¿Cómo negarse a poner el hombro para cooperar con bomberos voluntarios, boy scouts, y otras tantas entidades de nombre angelical? Y, más terrible aún, ¿cómo soportar, al regresar, el escarnio a que me someterían mis amigos al enterarse de, estando en el sur, no había probado el cordero patagónico? ¡Una herejía inconcebible!

   La cita era, entonces, una cuestión de honor. Ineludible. Esa tarde, la merienda fue frugal. Nada de bizcochos con manteca, ni churros "de origen holandés". El polideportivo no estaba muy cerca que digamos pero, para abrir más el apetito, haciendo oídos sordos a las encendidas protestas de los demás, decidí unilateralmente que iríamos caminando.

   Pocos minutos después de las 21.30 entramos al lugar: un gran tinglado forrado por fuera y por dentro con carteles de cerveza Isenbeck, y en cuyo interior se disfrutaba de una agradable temperatura que, aunque un tanto elevada, nunca llegó a sobrepasar los cuarenta y cinco grados. Una larga serie de tablones prolijamente alineados habían sido ya copados por una multitud bulliciosa, contenta como nosotros de participar de esta verdadera fiesta.

   Los pocos lugares vacíos que se veían, se encontraban junto al escenario. Allí nos instalamos, desplegando enseguida los platos y cubiertos que previsoramente habíamos llevado.

   Un grupo de jóvenes, con sus nombres escritos en rectángulos blancos sobre remeras negras, parecía haber recibido la orden de atender a los invitados. Los veíamos correr raudamente de un lado a otro, siempre con las manos vacías, y siempre bien lejos de nuestra mesa. Nos costó bastante conseguir que uno de ellos se acercara. El joven, muy amablemente, nos explicó que la "bebida incluida" consistía en un vaso por persona, de vino o de gaseosa marca "Interlagos". Aquel que aspirara a más, tenía que dirigirse a una barra instalada en uno de los costados, donde una larga fila de gente esperaba su turno para comprar, por dos pesos, un litro de vino o de cerveza. En cuanto a lo demás, este pobre muchacho no tenía la más pálida idea. Lo habían reclutado pocos instantes antes, y no había recibido todavía instrucción alguna. Sólo atinó a profetizar que, en algún momento, el cordero sería llevado a las mesas sobre carretillas convenientemente acondicionadas.

   Debo confesar que, en ese momento, experimenté una cierta desconfianza. Temí que nos hubiéramos ensartado y todo aquello resultara un fiasco. Para ahuyentar los malos pensamientos, opté por levantarme y dirigirme, como vi que hacían muchos otros, hacia una puerta en uno de los costados. Cual ceremonia religiosa, todos se apostaban allí a contemplar el soberbio espectáculo: ochenta corderitos, con aspecto de pequeños cristianos crucificados, se estaban asando en sendas estacas.

   Mis dudas se disiparon instantáneamente y comencé a sentirme mejor. Sin embargo, nuevas dudas pugnaban por enturbiar mi humor: dada la hora que era, pensé, antes que seguir disfrutando del calorcito de la leña, estos pobres bichos bien podrían estar siendo ya despanzurrados y acomodados sobre las carretillas, ¿no?

   Ya de vuelta en la mesa, fuimos visitados por otros voluntarios mozalbetes, que dejaban un pancito per cápita. De bebidas, ni rastros. Cualquiera que haya participado en la organización de una fiesta para la cooperadora de la escuela de sus hijos, sabe lo que es eso. Mi hijo Fernando, con el ímpetu juvenil de todo veinteañero, no lo entendía, de modo que dediqué algunos minutos a tratar de calmarlo, y hacerle entender que, siendo ese un acto de solidaridad, debería ser más tolerante y saber disimular esas pequeñas fallas organizativas. Muy lejos de escucharme, el Fer hacía señas con impaciencia a todo mozo que veía hasta que, cansado de que no le dieran bola, se levantó y secuestró a una señorita muy bien dispuesta que, a cambio de un billete de dos pesos, se comprometió a traer una cerveza a la mesa. El pensar en la llegada de una Isenbeck bien heladita trajo, momentáneamente, paz a nuestros espíritus.

   A todo esto, seguía llegando gente. Serían las diez y media pasadas cuando un locutor se adueñó del micrófono, y comenzó a atronar el lugar con simpáticos chascarrillos, seguidos con vibrante entusiasmo por la concurrencia. De reojo, mientras, yo veía que algunos invitados se levantaban, hartos de esperar que alguien les sirviera algo, se dirigían a la barra y volvían al rato con una bandejita llena de ensalada de lechuga y tomate. Cuando ya casi nos habíamos olvidado de la moza, esta reaparece, con la cerveza. No era Isenbeck, sino Brahma. No estaba helada, sino natural, o sea caliente. Y, encima, ¡la botella estaba cerrada!. El Fer, de mala manera, intima a la señorita a que traiga un destapador. Yo, en cambio, aprovecho para pedirle que traiga otra botella, pero de vino. Prefiero morir envenenado, por el peor semillón de damajuana, pensé, que por una Brahma caliente.

   En el escenario, el locutor dejaba paso al primero de los números artísticos, un recitador: don Dionisio Quiroga. Yo, comprendiendo por qué la gente se levantaba a buscar su ensalada, opté por hacer lo mismo. La barra era un caos. Un grupo de mujeres, con la mejor voluntad del mundo pero sin que nadie coordinara nada, atendía indiscriminadamente a mozos y a público en general. Pregunté a varios dónde podía agenciarme de una ensalada. Algunos no tenían idea, otros me mandaban a cualquier lado. Finalmente, encontré el punto. Las pocas ganas que tenía de probar verdura desaparecieron por completo cuando vi las condiciones en que estaban esas pobres mujeres cortando lechuga, volcándola en un enorme tambor que revolvían con sus manos, luego de verter en él el contenido de dudosos bidones. ¡Jamás olvidaré la extraña mirada, llena de compasión y ternura, que me dirigió una de ellas cuando le pregunté si quedaba tomate!

   Volvía con la bandejita de plástico llena de material verdoso, casi en el mismo momento en que la moza traía la botella de semillón. ¿El destapador para la cerveza? Ay... ¡se había olvidado! Contuve al Fer que, a esta altura, ya quería hincar el tenedor a la muchacha, y conseguí convencerlo para que, en cambio, lo empleara como destapador. Luego, al probar el ¿vino?, busqué yo con mirada homicida a la niña que se alejaba, muy tentado de partir la botella en su hueca cabezota. Faltó poco para que yo también eligiera el envenenamiento a base de cerveza con cubitos.

   En el escenario, don Dionisio había dejado paso a otros grupos musicales, que se desgañitaban por conseguir que la gente les diera bola. Los desconsiderados turistas, a esta altura, ya ni miraban hacia el escenario. Sus ojos estaban fijos, como hipnotizados, en la puerta doble por donde deberían haber aparecido, hacía ya rato, las benditas carretillas con el delicioso manjar. Serían las once cuando vislumbré una de ellas: abasteció rápidamente a la mesa que estaba pegada a esa puerta, y desapareció. Bueno, me tranquilicé. Ya largan.

   Error. Pasó otra larguísima media hora sin que se viera otra. El locutor, al ver que era abucheado cada vez que pretendía anunciar un nuevo número artístico, optó por hacerse humo. La gente, con la gimnasia de los cacerolazos a cuestas, expresaba su impaciencia con el tintineo ensordecedor de las botellas. La puerta que daba al asador fue prudentemente cerrada y custodiada por hombres de uniforme. Las bandejas de ensalada ya habían sido vaciadas, de los panes sólo quedaban migas, los cubitos estaban derretidos y la gente fuera de sí. En medio de este caos, vuelve nuestra moza con el destapador. Me costó contener la compostura ante su inolvidable expresión, mezcla de estupor y fastidio, al ver la botella abierta a tenedorazo limpio hacía un buen rato.

   Faltando muy poco para la medianoche, una carretilla atraviesa el salón, llegando hasta la punta de nuestra mesa. Cual señoritos ingleses bien educados, esperamos pacientemente a ser servidos, como correspondía.

   Muy distinto habría de ser el desenlace. Fue terrible. A partir de allí, se desencadenó el apocalipsis. Los inadaptados que nunca faltan, habían optado por hacerse justicia con mano propia. Algunos, sentados en la punta de su mesa respectiva, sin levantarse, habían manoteado una presa al paso de la carretilla. Otros, ya poniendo en evidencia su baja catadura moral, se denigraban poniéndose de pie y tomando por asalto a la carretilla, plato y tenedor en mano.

   El espectáculo era penoso. Lo mismo pasó con la segunda carretilla. Yo, atónito, sentía vergüenza ajena. La alternativa era bien clara: prefería morir de hambre, pero con dignidad. Jamás me rebajaría a ser parte de tan triste espectáculo.

   De pronto, con gran horror, alcancé a distinguir entre la multitud que pugnaba por rapiñar un pedazo ¡a mi propio hijo! ¡Sangre de mi sangre! Decidido a poner las cosas en su lugar, me levanté presuroso. Sin embargo, algo ocurrió en mi interior en ese momento. Tal vez haya sido el crujido de mis tripas, hartas de miga de pan rehogada en tinto de damajuana. O, quizá, Mr. Hyde haya ocupado el lugar del Dr. Jekyll. No lo sé. Pero fue como si, de golpe, me hubiera sentido parte de una horda primitiva, luchando por mi subsistencia. De repente, en mi mano apareció un tenedor. Me abrí paso a codazo limpio, luché denodadamente y regresé, triunfal, con dos o tres trozos. El hambre era tal que ni reparé en la coloración rojiza alrededor del hueso, que denotaba un cierto apuro por servir la carne antes de que estuviera realmente a punto.

   Esta operación fue repetida un par de veces más, ya sin pudor alguno. Mientras pelaba los huesos a dentellada limpia, veía con el rabillo del ojo a unos boludos de la mesa de al lado que todavía estaban esperando que los sirvieran. ¡Hay que ser...! Después supe que eran extranjeros. Claro, me dije: es la única explicación. Estuve tentado de ir, hueso en mano, a gritarles ¡giles! ¿qué mierda esperan? ¡¡Eshtamo' en Argentina, papá...!! El que no llora no mama, el que no afana es un gil.

   Hacia los costados, podía verse a varios grupos que, plato y tenedor en alto, perseguían carretillas por todo el salón. Esto es patria, pensé. Es así como se forja una nación. Esto es el sentir nacional, carajo.

   Ya era domingo cuando nos levantamos y nos fuimos. Al salir, en el mismo lugar donde habíamos comprado nuestras entradas, un grupo de exaltados estaba devolviendo las suyas. Tomaban el dinero que les era reintegrado por los abnegados organizadores, y rajaban. Al ver esto, el Fer me lanzó una mirada capciosa y me sugirió, con un guiño cómplice: "¿y si hacemos lo mismo?". Debo confesar, no sin cierto horror, que el "¡No, de ninguna manera!" con que le contesté, con voz apagada, demoró en salir de mis labios muchos segundos más de lo razonable, y no sonó ni categórico ni enérgico como debió haber sido.

   Moraleja, amigos: si estando como yo, de visita en Las Grutas, veis pasar camioncitos invitando a esta verdadera fiesta de la argentinidad, merendad copiosamente, y apostaos en algún bar de las cercanías. Cuando se acerque la medianoche, y veáis salir a los primeros grupillos de impacientes, ese será el exacto momento de entrar. Al parecer, el cordero es un animal de hábitos nocturnos, y su preciada carne se degusta mucho mejor de madrugada.

3 de marzo de 2002

Dorado al thinner


   Uno de esos días de la semana pasada en donde la sensación térmica batía récords, me invitó un amigazo rosarino a morfar un pez a la parrilla. No me hice rogar, y allá fui. Noche espectacular, luna llena, en el patio de su casa.

   Carancheando el dorado, que estaba delicioso, yo -que jamás huelo nada- sentía un penetrante olor a pintura, y le pregunté a mi amigo a qué se debía. Es raro, me dijo; había barnizado unos postigones, pero hacía ya varios días,imposible que a esa altura siguieran hediendo.

   Seguimos carancheando, y me olvidé del asunto. Cuando terminamos, al estrujar los diarios con los restos del bicho, fue él quien se avivó: eran los mismos que había usado, días atrás, para limpiar los pinceles; apestaban, todavía, a aguarrás.

   Oportunidades como esta, no abundan en la vida. Juré gastarlo por los siglos de los siglos. Escribo esto al solo efecto de dar por cumplida esa promesa.