6 de marzo de 2013

Tangocentrismo

   Para llegar a tiempo al recital, el sábado pasado, paré un taxi. No más de dos cuadras después, ya estaba arrepentido.
   Apenas le di la dirección, el tachero -veterano, edad más que suficiente para jubilarse- me relojeó por el retrovisor, se demoró en la funda de mi guitarra, y arrancó:
    - ¿Va a la Sala Lavardén? Ajá. Y, disculpemé, don: usted, ¿qué música hace?
   En vano intento por sacármelo de encima, se me ocurrió contestarle "Acompaño a un cantante de jazz". Error: a partir de ese momento, fue imparable.
    - Ah, el jazz, qué linda música. ¡Qué carnavales, los de antes! ¿Se acuerda? La Casaloma Jazz, Walter Gómez y sus Globetrotters... el trompetista, Rondinelli se llamaba, Rondinelli... ¿lo conoció?
   Ante mi obstinado silencio, rápidamente desvió hacia donde, en definitiva, quería arribar:
    - Y el tango, ¿le gusta?

   Y ahí caí, ahí me di cuenta: cualquiera hubiera sido el tema inicial -el clima, alguna noticia política, o el resultado del último clásico entre canallas y leprosos- el tipo siempre, de una otra manera, se las habría rebuscado para llegar, inexorablemente, allí: su vida, el mundo entero giraba alrededor del tango.
   En las pocas cuadras -interminables, para mí- que duró el periplo, esta wikipedia humana al volante se ocupó de desgranar, con pasión digna de mejor causa, los nombres de unos cuatrocientos cantores de tango, intercalados con exclamaciones varias.
   Su vehemencia no se atemperaba ni siquiera ante los escasos monosílabos que yo gruñía como respuesta, en volumen que iba menguando adrede, a medida que tomaba nota de su sordera.
   Cuando estábamos llegando, la estocada final: quiso saber el nombre del "cantante de jazz". Pensé en inventar algo, y mandarle un "Tony Bennett", por ejemplo, pero descarté rápidamente la idea, temiendo ronda de repreguntas. Así que opté por la mera verdad:
    - De la Riestra -murmuré, ya casi en un hilo de voz.
    - Ah, De la Riestra. ¿De la Riestra, dijo? Ese era el apellido de Charlo, ¿lo escuchó a Charlo?

   Conté hasta diez, en números romanos. Pensé en escaparme en el próximo semáforo. Pero ya estábamos llegando, y nos invadió un humo espeso, olor a caucho quemado. Un taxi se estaba incendiando justo enfrente a la Lavardén.
   La vista del fuego pareció apaciguar al charlatán, y consiguió el milagro de enmudecerlo. Imprudente, pasó a no más de quince centímetros de las llamas que salían de la rueda delantera del otro auto, y frenó un poco más adelante. Pagué, me bajé lo más rápido que pude -más por escapar del plomazo que del humo-, y me quedé unos instantes en la escalinata del teatro, mirando el espectáculo, con esa fascinación que nos provoca el fuego y, mientras evocaba un tema alusivo, un pensamiento maligno se adueñaba de mí: ¿No habrá sido algún pasajero-víctima que, harto -como yo- decidió ese abrupto final para la lata aburrida del tachero que lo tenía secuestrado?

   Me gusta creer que sí.