8 de marzo de 2004

Autopistas argentinas

    Domingo, tres de la tarde. Autopista Rosario-Buenos Aires. Pago el peaje de Zárate, bordeo la Shell, y acelero gradualmente. Un par de kilómetros más allá, recién retomada la velocidad de crucero, lo inexplicable.

    Hacia adelante, en el carril rápido, empiezo a ver autos que vienen hacia mí, de contramano, con balizas y luces altas encendidas. Intenté justificarlos: habrán desviado a los de la otra mano, algún arreglo. Pero me llamó la atención que no hubiera carteles ni banderilleros.

    Aminoro la marcha y alcanzo a distinguir, entre los que me cruzan, a dos o tres autos que pocos segundos antes acababan de pasarme. La cosa se ponía peor: eran, entonces, los que iban en mi mismo sentido. Estaban volviendo como si, un poco más allá, hubieran rebotado contra un elástico. Estiré el cogote, pero no pude entender qué corno era lo que sucedía.

    Estaciono en la banquina, e interrogo con la mirada a uno, que se acercaba despacio. El tipo frena (imaginen la escena: detenido, de contramano, en el carril rápido, donde en cualquier momento podía ensartarlo cualquiera, a ciento treinta), y me informa: "es la hinchada de Newell's, están afanando, por eso nos volvemos". Lo dijo en un tono casi jocoso, sin darle mucha importancia, como si esto le pasara todas las semanas.

    Ahora sí, lo que confusamente se avizoraba unas cuadras más adelante, iba tomando un poco de forma. En un carril, un bondi detenido; en el otro, un piquete de camisetas rojinegras. A unos cien kilómetros de la Gran Capital, campo desierto a ambos costados, una emboscada perfecta.

    Primera alternativa: cerrar los ojos, acelerar al mango, el auto como gran bolo de bowling, llevarme puestos a media docena de leprosos. Confieso que llegó a subyugarme, y no sólo por ser canalla.

    Segunda: intentar, como la mayoría, el riesgo de la aventura a contramano, hasta acceder a un camino lateral que, aparentemente, estaba libre.

    Me incliné, en principio, por una tercera: esperar en la banquina la llegada del Séptimo de Caballería. Los minutos se hicieron siglos. Finalmente crucé los dedos, y me sumé a los que pegaban la peligrosa media vuelta.

    Mientras intentaba ponerme a salvo, esquivando como podía a los desprevenidos que se iban sumando, reflexionaba sobre estas paradojas del subdesarrollo.


    Uno, a veces, baja la guardia y llega a tragarse la píldora, a comprar el verso de que, por pagar un peaje desde arriba de un buen auto con aire acondicionado, eso que está transitando es una autopista del Primer Mundo. Y de golpe, como escarmiento, se abre una hendidura en el EspacioTiempo, y uno se despierta culo al norte, en medio de un malón de indios leprohuachis o remando frenéticamente una miserable chalupa, a merced de una gavilla de filibusteros con patas de palo.

    Después, el encanto ya está roto, y cuesta bastante volver a entrar en la burbuja de Truman Show en la que nos hemos acostumbrado a creer.

2 de marzo de 2004

Automatismos

   A diario, hacemos algunas cosas en forma automática; a veces, nos cuesta recordar si nos hemos cepillado los dientes o cerrado una puerta con llave.

   En ocasiones, esto se pone en evidencia de forma graciosa: a todos nos ha pasado encontrarnos, durante un apagón, haciendo un infructuoso 'clic' sobre una llave de luz, o intentando encender un microondas.

   Pero, sinceramente, dudo que alguien pueda superar la marca que protagonicé la semana pasada.

   En la pared de la cocina, teníamos uno de esos relojes de plástico que se conseguían por monedas, en la época del uno a uno. No muy lindo ni preciso, pero sumamente útil. Uno se asomaba a la cocina, levantaba el pescuezo, y el noble redondel nos daba la hora sin dejar dudas, con números bien grandes, a prueba de miopes.

   Hace un tiempo, el aparatejo enloqueció, y empezó a sembrar confusión, marcando el mediodía a media mañana, y haciendo que el sol se pusiera a las tres y media. Un cambio de pila no lo remedió. Cada tanto, resignados, lo bajábamos, lo poníamos en hora, y lo colgábamos de nuevo.

   Harto de la confusión, hace unos días opté por descolgarlo y abandonarlo a su suerte, boca arriba, sobre la mesa del living. Unas horas después, al pasar por allí, me pareció que la hora que marcaba era la correcta, como si la postura horizontal le hubiera restaurado la cordura.

   Decidí comprobarlo. A falta de reloj pulsera, busqué rápidamente otro que me permitiera verificar si mi hipótesis tenía sentido. Y acá viene el corto circuito. A ver: ¿qué puede haber hecho este zombi? ¡Sí! Adivinaron: ¡me asomé a la cocina y levanté el pescuezo...!


   Mientras reaccionaba en cámara lenta, durante unos milisegundos que me parecieron siglos, la mirada desconcertada iba, desde la pared desnuda, hasta la mesa donde reposaba el relojete que yo mismo había descolgado, y que parecía cagarse de risa de mi idiotez.

   Es difícil transcribir la sensación. Colorado de vergüenza como si me hubiera caído de culo en una vereda céntrica, por mi azorada mente cruzaban leyes de Pavlov mezcladas con imágenes de Homero Simpson.

   Abandoné el lugar silbando bajito, no sin antes cerciorarme de que ningún testigo hubiera presenciado la escena. Es que es díficil admitirlo, pero no hay atenuantes: en momentos así, uno se siente el Rey de los Pelotudos...