A diario, hacemos algunas cosas en forma automática; a veces, nos cuesta recordar si nos hemos cepillado los dientes o cerrado una puerta con llave.
En ocasiones, esto se pone en evidencia de forma graciosa: a todos nos ha pasado encontrarnos, durante un apagón, haciendo un infructuoso 'clic' sobre una llave de luz, o intentando encender un microondas.
Pero, sinceramente, dudo que alguien pueda superar la marca que protagonicé la semana pasada.
En la pared de la cocina, teníamos uno de esos relojes de plástico que se conseguían por monedas, en la época del uno a uno. No muy lindo ni preciso, pero sumamente útil. Uno se asomaba a la cocina, levantaba el pescuezo, y el noble redondel nos daba la hora sin dejar dudas, con números bien grandes, a prueba de miopes.
Hace un tiempo, el aparatejo enloqueció, y empezó a sembrar confusión, marcando el mediodía a media mañana, y haciendo que el sol se pusiera a las tres y media. Un cambio de pila no lo remedió. Cada tanto, resignados, lo bajábamos, lo poníamos en hora, y lo colgábamos de nuevo.
Harto de la confusión, hace unos días opté por descolgarlo y abandonarlo a su suerte, boca arriba, sobre la mesa del living. Unas horas después, al pasar por allí, me pareció que la hora que marcaba era la correcta, como si la postura horizontal le hubiera restaurado la cordura.
Decidí comprobarlo. A falta de reloj pulsera, busqué rápidamente otro que me permitiera verificar si mi hipótesis tenía sentido. Y acá viene el corto circuito. A ver: ¿qué puede haber hecho este zombi? ¡Sí! Adivinaron: ¡me asomé a la cocina y levanté el pescuezo...!
Mientras reaccionaba en cámara lenta, durante unos milisegundos que me parecieron siglos, la mirada desconcertada iba, desde la pared desnuda, hasta la mesa donde reposaba el relojete que yo mismo había descolgado, y que parecía cagarse de risa de mi idiotez.
Es difícil transcribir la sensación. Colorado de vergüenza como si me hubiera caído de culo en una vereda céntrica, por mi azorada mente cruzaban leyes de Pavlov mezcladas con imágenes de Homero Simpson.
Abandoné el lugar silbando bajito, no sin antes cerciorarme de que ningún testigo hubiera presenciado la escena. Es que es díficil admitirlo, pero no hay atenuantes: en momentos así, uno se siente el Rey de los Pelotudos...
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